Resultaría particularmente complicado relatar la vida de Natalio Contemponi. Ni siquiera apelando a su diario personal se podría facilitar la tarea del lector con respecto a las peculiaridades que encierra el paso de este hombre por el mundo.
¿Qué hizo Natalio Contemponi? ¿Cuál fue su aporte a la nación o al bienestar de la sociedad? ¿Se trata de un estadista injustamente olvidado por la historia? ¿O habrá sido un científico que pasó toda su vida en la oscuridad por vaya a saber que turbios intereses económicos de algunos laboratorios líderes?
Tranquilícese, estimado amigo. Aquí no encontrará grandilocuentes denuncias por corrupciones que desterraron en el ostracismo a una persona valiosa.
Natalio Contemponi, a lo largo de más de siete (tal vez ocho) décadas de existencia no hizo absolutamente nada. O más bien, no pudo hacer nada, aunque lo hubiera querido. Ahora que ha nacido, puedo divulgar el momento en que tomé contacto con su particular sin afectarlo. Porque él nunca podrá leer esta monografía.
Simplemente voy a referir que recibí su diario a mediados de 1998. Era invierno y recuerdo que se estaba jugando el Mundial de fútbol de Francia. Yo estaba en el bar Castelar, alargando un carajillo aburriéndome con un Francia - Sudáfrica que invitaba a salir a caminar por el gris de la tarde. Estaba por llamar al mozo cuando un pibe que comúnmente vendía estampitas se acercó a mi mesa, dejó una especie de libro o agenda muy desgastado en mi mesa y me dijo que un señor en la vereda de enfrente me mandaba eso. Miré por la ventana y un tipo de piloto y anteojos oscuros; morocho y con una incipiente calvicie; de un metro ochenta aproximadamente, me sonreía y mostraba su pulgar levantado, subía a un taxi y desaparecía para siempre.
El rostro, a pesar de los anteojos (o tal vez por ello) me parecía conocido, tal vez de la época de Policiales en el diario Los Principios. cuando vino el mozo cambié de opinión y pedí otro carajillo mientras comenzaba a hojear lo que rápidamente descubrí que era el diario personal de un sujeto llamado Natalio Contemponi. En la primera página, además de su nombre, figuraba una breve explicación, redactada con fatigosa caligrafía, de los motivos que lo motivaron a llevar ese diario. Esas pocas palabras abrían la puerta a una vida que se adivinaba fascinante.
“Debo tener alrededor de 20 años. No estoy seguro porque no conozco mi fecha de nacimiento, ni a mis padres, ni a ningún pariente. Mi vida -o forma de vivir- tiene una particularidad que ni yo mismo entiendo, pero tal vez alguien -en un sector del universo- la pueda explicar alguna vez: el tiempo para mí transcurre al revés. ¿Cómo explicarlo? No es que, por ejemplo, empiezo a escribir esto a una hora determinada y termino una hora antes. Es la sucesión de días la que avanza en sentido inverso (o sea, retrocede). Es decir, hoy es 23 de octubre de 1975. Para todo el mundo, mañana será 24 de octubre, pero para mí será 22. No he podido descubrir en qué momento se produce el cambio, pero ocurre, aún cuando…”
A partir de allí, el texto de esa página había sufrido los efectos de algo que podría ser café con leche o un tipo indefinido de sopa.
Terminé el segundo carajillo y pedí un whisky. La cosa se ponía muy interesante. En la página siguiente, Contemponi explicaba que había aprendido a leer y escribir en forma autodidacta y con muchísima dificultad, ya que por su curioso problema no pudo asistir nunca a una escuela. No mencionaba cuándo ni por qué había adoptado su nombre, o quién se lo había dado.
La sucesión de páginas iba demostrando que el interés inicial del sujeto por encontrar el motivo y, tal vez, una cura del problema, iba decreciendo. Es más, con el correr de los meses las anotaciones dejaron de ser diarias y perdieron todo tipo de periodicidad. Del 15 de enero de 1974 pasaba al 23 de septiembre del 73 y de allí saltaba al 3 de marzo de ese año. De todos modos, el interés por hallar algo, un signo, un dato, un comentario que brindara alguna respuesta me mantuvo firme en la lectura. A cada decepción seguiía una renovada curiosidad por el futuro (o sea, el pasado).
Se había hecho de noche y pedí un lomito y una cerveza. Mientras comía continué investigando el documento. Algunas gotas de mayonesa se fueron a unir a lo que indudablemente era una mancha de te en el 30 de junio de 1971.
Pedí otra cerveza y continué avanzando (es decir, retrocediendo) en el tiempo. La revelación se hacía desear, pero yo estaba seguro que finalmente la encontraría.
Al llegar a los últimos días del mes de mayo del 69 me decepcionó no encontrar ninguna mención al Cordobazo. Recién el 15 de ese mes pude leer: “los otros días hubo mucho quilombo”, sin ninguna otra referencia a la revuelta popular que conmocionó a nuestra ciudad y a toda la Argentina.
Luego del segundo cognac (de ese malo que vendían en el Castelar), me costaba un poco concentrarme en la lectura, pero mi curiosidad seguía mandando.
En el 55 no había ninguna mención al derrocamiento de Perón, en el 45 no habló nunca del final de la Segunda Guerra Mundial. En las pocas notas de esos años no nombró a Perón ni Evita. A la tercera ginebra yo ya lo insultaba en voz alta, provocando la curiosidad de los pocos parroquianos que había a esa hora de la madrugada.
Indignado, llegué al 9 de noviembre de 1918, fecha de la última nota, que simplemente decía: “Me siento mal”.
¡Pelotudo! grité totalmente borracho, mientras arrojaba el diario, que en su tránsito hacia la vereda volteó la jarra de vino tinto a la que apenas le quedaba un resto.
El mozo, por lo general comprensivo con lo beodos, me ordenó de mala manera que le pagara y que me fuera. “Treinta y ocho pesos” dijo con una expresión pendenciera. Le di cuarenta y no esperé el vuelto. Con evidente dificultad para caminar salí del bar. Vi el cuadernillo en el cordón y lo pateé hasta un charco de la cuneta, justo a tiempo para que un colectivo lo pisara y -al mismo tiempo- me salpicara con agua podrida.
“¡Andá a la puta madre que te reparió, Contemponi!”, grité mientras me subía el cuello de la campera, tropezaba con una bolsa de basura, me golpeaba el hombro con un poste de luz al que me abracé para terminar vomitando sobre el parabrisas de un patrullero.
Publicado en Revista Perogrullo Nº 5 (mayo/junio 2003) - Valencia - España
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ResponEliminareclama los derechos de autor por "el curioso caso de benjamin button"!
ResponEliminano la vi pero escuche que es algo parecido
muy bueno
esto lo escribiste vos Germán?? no entendí; Marcela
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