de març 17, 2012

NO SON LAS AGUAS, SON LOS LADRILLOS


No me acuerdo con quién fui a ver Scarface. He olvidado en qué cine vi La Naranja Mecánica. A Higlander fui a verla porque no tenía otra cosa que hacer. A Volver al Futuro directamente la alquilé en video caset. En ningún caso puedo acordarme qué o dónde comí antes, durante o después de cada uno de esos filmes.
Pero un sábado a la noche, en el invierno de 1985, cuando cursaba a duras penas el último año del secundario, con la Avichuela, el Bacón, Marquitos, Hernán y Chico fuimos al desaparecido Ángel Azul a ver The Wall. Después de la función (era la de trasnoche) fuimos a comer a Lomitos Tucumán (eran grandes, baratos y estaba a la vuelta) y terminamos en la casa de uno de los muchachos, comentando la película hasta la madrugada. Esa fue la primera vez, hubo muchas más, la última hace unos días.
Hacía rato que conocíamos el disco, tarareábamos las canciones. En mi caso, tomé contacto con la obra a través de dos TDK D-C46 que tenía mi hermano. Era el año 1980 y yo estaba comenzando a escuchar música en serio. A pesar de tantos años gastando horas en IICANA, mi manejo del inglés era muy rústico y apenas podía intuir lo que decían las canciones, pero la frase "hey, teachers, leave them kids alone" era algo clarísimo. Desde entonces ver esa peli fue un objetivo adolescente, casi como debutar.
Pienso esto luego de leer y escuchar a algunos periodistas preguntarse el por qué de tanta repentina pasión por Roger Waters en Argentina, ninguneando un poco a la gran cantidad de gente que hace como siete meses que compró sus tickets para el espectáculo pago más multitudinario que se haya realizado en nuestro país hasta ahora.
Quiero decir que los que están sorprendidos por la enorme popularidad del ex bajista de Pink Floyd que están equivocados con su sorpresa, o están mal documentados, o son unos necios. No es Roger Waters, es The Wall. Al menos para quienes pasamos el escollo de los 40.
Casi ninguno de los que nos fanatizamos con esa obra tuvo una infancia tan triste como la del protagonista, las posguerras que debimos afrontar no fueron tan jodidas, la vida escolar no fue tan extremadamente injusta y arbitraria (era injusta y arbitraria, pero no tanto), los maestros no eran tan sádicos y las madres no eran tan astringentes. Ok, estoy generalizando, seguro que hay casos y casos, pero lo que salía de la pantalla no era la norma en ese lugar y en ese momento.
Pero había algo que The Wall tenía que nos hermanaba. El deseo de romper con el orden establecido. La adolescencia es cuando ese deseo debe aflorar, y las imágenes de cadenas rotas, puertas volteadas, aulas incendiadas alimentaban una fantasía que en los primeros años de la democracia había pasado a ser anacrónica, pero que en muchos casos tenían que ver con nuestra historia reciente, con el ayer no más.
Pero también había advertencias en la peli. Ponía (pone) de relieve el peligro del fanatismo y de la masificación. Nos avisaba que la idolatría pare dictadores, manipuladores, cínicos... altos garcas. Nos instaba a pensar por nosotros mismos, a controlar nuestra cabeza, a desarrollar nuestros ideales pero sin seguir a la manada.
Ya en la tribuna de River volví a pensar en esos críticos encallados en el chiquitaje, alarmados por un error de ortografía de una persona que no maneja el castellano, que están convencidos que mostrarse disconformes los hace más inteligentes. En fin, torpes y mediocres.
Basta ya. Porque ese avión no vuela hacia Aeroparque. Ese avión es de utilería y va a estrellarse con un monumental escenario para dar por comenzado el espectáculo multimedia más importante, impresionante y deslumbrante que el mundo haya visto jamás. The Wall –de la mano de Roger Waters– arrasa con la taquilla pero también con la posibilidad del lenguaje para describir un espectáculo, con el significado de los adjetivos (habría que inventar algunos nuevos). The Wall nos vuelve a emocionar hasta el llanto con el grito de "regresen a los chicos a casa", los chicos que se llevaron las guerras, pero también los atentados a la Embajada de Israel, a la Amia, a la Ciudad de Río Tercero, los chicos que se fueron con Cromañón, la gente que se fue en la tragedia de Once, pero también en las periódicas tragedias en la Ruta 19, o en la 36. Los chicos que se lleva el paco y el escabio. La gente que perdemos a cada instante por desidia, por desinterés de nuestros líderes y la nuestra propia.
No, no se trata de un show más. No para mí, ni para Marcos, ni para la Avichuela, ni el Bacón ni Hernán ni Chico; ni para todos aquellos que llegamos a River a reencontrarnos con una obra que nos sacudió los piojos apenas estábamos abriendo los ojos a la vida; y lo sigue haciendo cuando creemos que la vida no tiene nada nuevo para ofrecernos. No es cierto, loco. La vida es, justamente, la herramienta más adecuada para derribar el muro.