de desembre 15, 2011

En un bar de la Chacabuco



Era enero. Muy poca gente en la ciudad. El calor había echado a casi todos los que no estaban de vacaciones a destinos más amables: el Parque Sarmiento, Alta Córdoba, barrio General Paz. Yo caminaba un poco bajoneado por Nueva Córdoba, buscando alguna brisa que me aliviara, pero no, no había ninguna. De ninguna manera iba a irme temprano a mi departamento, que era un infierno en muchos sentidos. Decidí meterme en un bar del bulevar Chacabuco; una vieja casona (de las pocas que la demoledora fiebre inmobiliaria fue dejando), devenida en boliche barato para estudiantes sin pretensiones ni mucho presupuesto. Desdeñé las mesas de la vereda y fui directamente a la barra, debajo del split que ofrecía un poco de alivio a la temperatura agresiva e impiadosa.
Casi nada positivo podría decir de ese bar. Trataban de disimular la discontinuada limpieza del local con una casi nula iluminación, la música era malísima y saturaba los pequeños parlantes estratégicamente mal ubicados, el pibe de la barra (que también era el mozo y el cajero) exudaba ganas de irse con su novia, que se aburría en un taburete. Pero la cerveza estaba bien helada, no había otros clientes y nadie hacía preguntas.
No lo escuché llegar. Hubiera sido imposible entre los berridos del cantante de Calle 13. Por eso me sorprendió ver a ese tipo en el extremo de la barra. Me saludó con una especie de venia y una amplia sonrisa y le respondí levantando mi vaso de cerveza en el mismo momento en que el pibe le servía una ginebra en un vaso de trago largo.
No se si fue la manera en que dijo “gracias” o la forma en que caminó hasta la mesa que estaba junto a la ventan. Lo cierto es que algo en él me llamó la atención. Tendría algo más de 55 años, un gastado traje que le iba algo grande, una frente que casi calificaba para calvicie, coleta, lentes oscuros y barba candado. Apenas se sentó notó mi mirada y volvió a sonreír. Por un momento pensé que me confundiría con alguien que quería levantárselo y traté de disimular, pero eso duró unos pocos segundos. Había algo en él que agitaba memorias que no alcanzaba a recordar. Un rato después se levantó y vino hasta la barra. “Otra vez esa forma de caminar” pensé. Se junto a mí, me miró, se levantó los lentes y sonrió otra vez.
Casi me caigo de mi asiento. Abrí los ojos y la boca exageradamente. Busque al pibe de de la barra y me miró divertido. Mi expresión debe haber sido –por lo menos- llamativa. Entonces él, el tipo, el pelado, Luca, sin dejar de sonreír, disfrutando el momento, acercó su boca a mi oreja. Si alguna duda quedaba se esfumó cuando empezó a hablar. La voz y el acento eran inconfundibles. “No soy ese que creés que soy. Ese se murió y está bien así, te lo aseguro. El pelotudo de Elvis se tuvo que matar para que todos lo dieran por muerto. McCartney tiró la bola y se le cagaron de risa. Yo no tengo una fuckin’ moneda, pero logré lo que ellos no. Se la dí bien por el culo a esos dos maricas” dijo soltando una carcajada. Tomó un trago de ginebra y se puso serio. “En serio, pelotudo –dijo agarrándome el brazo- Luca se cagó muriendo hace una bocha de tiempo, visito su tumba cada vez que voy a Buenos Aires. Los pibes dicen que me parezco a él, pibes que no habían nacido cuando cantaba, es lindo eso.”
–Pero… ¿no extrañás todo eso?, pregunté sintiéndome un imbécil.
–A veces, pero entonces lo veo al Indio, a Charly… tipos de mi edad, boludos grandotes, haciéndose los pendejos. Viejos ridículos cantando para chicos que podrían ser sus nietos… no, yo hice lo mío y está bien. Amo cuando veo mi cara en sus remeras; pero hay algo que cambió y no me copa ni mierda. ¿Te acordás cuando en el Teatro Griego se nos cortó el sonido? Yo salí a pelotudear con la gente mientras se solucionaba el quilombo. Estábamos todos juntos y nos divertíamos. Imaginate que eso pase ahora en un recital en el estadio Córdoba, ¡nos matan a todos! Ahora está todo más lejos, loco.
–Pero andás por la calle tranquilo, como si nada, ¿nadie te reconoció?
–¡Todo el mundo! –exclamó buscando la complicidad del pibe de la barra– pero la cosa es simple: ¿quién te va a creer que estuviste escabiando conmigo?
Dicho esto tomó el último trago de ginebra, dejó un billete de 20 pesos debajo del vaso y se fue. Me quedé mirándolo hasta que se perdió en el cantero central de la Chacabuco. Tomé una cerveza más, pagué y me fui.
La noche siguiente volví al mismo bar, y la siguiente, y así durante unos 15 días, pero nunca lo volví a encontrar. Tampoco volví a ver al pibe de la barra. Hasta que un jueves, en lugar de la vieja casona, encontré un baldío. La fiebre inmobiliaria ganaba otra vez.