de febrer 27, 2010

Después de los gritos

Después de los gritos, después de los golpes, durante el llanto, Marcio se fue dando un portazo. En ese momento Luana se dijo a sí misma que nunca más, que aquello debía acabarse. Tomó el teléfono y marcó el número de la policía.
Marcio era un imbécil.
Marcio era un resentido.
Marcio era un drogón y un alcohólico.
Marcio era –además- muy previsible. Los agentes lo encontraron en el bar que Luana les había indicado, tomando whisky y gritándole a uno de los camareros del local. Los efectos de la cocaína lo impulsaron a resistirse al arresto. Los efectos del alcohol se lo impidieron.
A esa misma hora, Luana comenzaba su huída. Mientras telefoneaba a su amiga Duda para que la fuera a buscar con su camioneta, comenzaba a amontonar cosas en la puerta del ascensor del elegante piso de Sao Conrado, frente a una de las más exclusivas playas de Río, regalo de casamiento de su suegro. Duda demoró poco más de una hora en llegar desde Barra da Tijuca. Si bien no era gran distancia, el tránsito en el Puente de Joatinga, esa madrugada de sábado, estaba especialmente complicado. Cuando miró el rostro de su amiga (se conocían desde la infancia y habían pasado prácticamente toda su vida juntas. Alguna vez se preguntaron si serían lesbianas, pero la prueba que hicieron cuando tenían 17 años les confirmó que en todo caso eran bisexuales) la abrazó en silencio e inmediatamente comenzó a ayudarla a cargar todo lo que pudieron.
“Vamos a mi casa” dijo Duda casi tres horas después (algo más de las 4 de la mañana) cuando puso en marcha su Nissan Frontier doble cabina. Era lo primero que decía desde que había llegado. Entendía que en ese momento aquello no necesitaba palabras sino acción.
“Solamente por esta noche. Allí es el primer lugar donde me va a buscar, tengo que ir a otro lado” murmuró Luana, que no se hacía muchas ilusiones. Marcio tenía contactos y –como mucho- pasaría una semana guardado.

Sergio (“El Sordo”), Patricio (“Pato”), Gerardo (“El Gordo”) y Gastón (“Alambre”) se sintieron algo decepcionados cuando la Rodovía BR116 los depositó en los suburbios del norte de Río de Janeiro. Habían viajado durante tres días desde Córdoba, durmiendo por turnos en la parte trasera de la Renault Traffic, donde habían puesto un par de colchones. De esta manera solamente hicieron una parada importante en el Parque Nacional de Iguazú, adonde llegaron en la madrugada del segundo día de viaje. En esa ocasión pudieron observar el amanecer en la Garganta del Diablo absolutamente solos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba viviendo, a Gerardo se le llenaron los ojos de lágrimas. El viaje fue tranquilo, aun cuando no hicieron caso de la recomendación de no viajar de noche en las rutas brasileñas. Recorrieron más de tres mil kilómetros escuchando una y otra vez temas como “Travelin’ Band” de Creedence, “El cowboy” de Ratones Paranoicos y “El mini mini minimo” de Potato. Salir a la ruta los ponía eufóricos y esta vez el plan era pasar algunos días en Río y luego bajar por la costa hasta Bombinhas, parando adonde los agarrara la tarde.
“Cidade maravillosa, cheia de encantos mil” canturreó irónicamente Alambre observando aquella zona industrial poblada de grandes galpones. Estaban cansados y esperaban encontrarse con la imagen de las postales, con mucho sol, arena, olas y mulatas con culos de campeonato. Por el contrario, la tarde se presentaba lluviosa y fría, lo cual empeoraba las cosas porque ninguno había llevado ropa de abrigo. Del mar ni noticias. El paisaje era montañoso y de tupida vegetación. En las empinadas laderas las favelas aparecían como pequeñas ciudades medievales colgadas de la nada. A los pocos minutos llegaron a la conclusión de que lo primero que habían hecho en Río de Janeiro era perderse. Decidieron seguir por una avenida con la esperanza de encontrar el mar en algún momento. Su intención era encontrar algún camping en la zona de Barra da Tijuca, pero presintieron que no iba a ser fácil llegar allí.
Empezaron a preguntar a cada policía que veían, y notaron que los cariocas hablaban un portugués mucho más cerrado que el que habían escuchado en las canciones de Gilberto Gil y de la gente de Florianópolis y Torres, adonde habían pasado sus vacaciones años anteriores. Asimismo, descubrieron que los policías de Río no entendían el castellano, y mucho menos el portuñol con el que intentaban hacerse entender. Estaban a las puertas de la desesperación cuando en un semáforo escucharon que alguien comentaba: “Queda lejos Córdoba, ¿verdad?” El tipo, de unos 40 años muy bien llevados, estaba sentado en el asiento del acompañante de un Ford Escort Cabriolet color bordó que manejaba una rubia espectacular, y los miraba con expresión divertida. Era –obviamente- argentino, hacía varios años que vivía en Río y les indicó cómo llegar rápidamente a Barra da Tijuca. La situación volvía a normalizarse.

Para dormirse, Luana necesitó cuatro o cinco Ypióca 160 con hielo. Si bien no acostumbraba a beber demasiado, en ese momento le hacía falta bastante aguardiente para poder bajar las pulsaciones. Todo había sido muy violento, nada tenía sentido. Pero al mismo tiempo era cuestión de tiempo. Marcio estaba cada día más enrollado con la cocaína y se había vuelto muy intolerante. Hasta esa noche solamente la había amenazado, por idioteces siempre. Pero ahora había sido un cachetazo primero y después un puñetazo y eso no estaba dispuesta a soportarlo. Pensaba en eso cuando se quedó dormida, justo cuando comenzaba a amanecer.
Se despertó pasado el mediodía. Lo primero que sintió fue un fuerte dolor en el pómulo izquierdo, donde Marcio le había pegado un buen cross. Fue hasta el baño y antes de meterse bajo la ducha se miró al espejo. A esa hinchazón no había maquillaje que la tapara y pasarían varios días hasta que desapareciera. Mientras se bañaba decidió que no iba a mentir. Cuando le preguntaran que le había pasado diría que el imbécil de su marido la había golpeado y por eso estaba preso. Sintió algo de orgullo por esa decisión.
En la cocina encontró una nota en la que Duda le explicaba que había ido a trabajar en taxi, así ella podía disponer del VW Passat si quería salir a buscar un departamento. Luana sonrío por la solidaridad de su amiga. La Nissan estaba todavía cargada con sus cosas y era un peligro andar paseando por la ciudad con tan grande botín encima. Era una tentación para cualquiera. Después de desayunar subió al coche, puso un caset de Legiao Urbana y salió a recorrer la avenida Lucio Costa en dirección al este. Quería estar cerca de la playa; el mar siempre había sido fiel compañero y discreto confidente. No era religiosa, pero sentía que Iemanjá –la madre severa y protectora- se preocupaba por ella y que estando a su lado nada malo podría pasarle. Manejó despacio muchas cuadras, buscando inmobiliarias y carteles de “aluga-se”. No encontraba nada que le llamara la atención. Llegó a Recreio dos Bandeirantes y le llamó la atención un pequeño camping, ubicado en los fondos de un restaurante, calle de por medio con la Praia da Macumba. Había ido muy pocas veces a ese lugar, pero conocía varias historias -¿leyendas?- relacionadas con ceremonias de macumba y candomblé que tenían lugar en esa playa. Era el lugar perfecto, nadie la buscaría en un precario camping de los suburbios. Habló con la encargada, arregló el precio y volvió inmediatamente a la casa de su amiga a buscar la camioneta con sus cosas y esa misma tarde, sin decirle nada ni siquiera a Duda, se instaló en el camping.

Cuando llegaron a Recreio dos Bandeirantes eran cerca de las 6 de la tarde y después de un día nublado y frío, el cielo comenzaba a despejarse y los últimos rayos del día le dieron la bienvenida a Río. Por fin veían sol y mar. Las mulatas con culos de campeonato no deberían andar muy lejos. Ya habían probado suerte en dos campings de Barra da Tijuca pero no consiguieron lugar. Habían viajado durante casi tres días y estaban dispuesto a pagar cualquier precio por un lugar para armar la carpa. El campamento les pareció –como mínimo- curioso, pequeño y precario. Pero había lugar, era barato y estaba calle de por medio con la playa. Arreglaron condiciones inmediatamente y en pocos minutos ya estaban instalados. Pocas horas después, en un barzinho de la playa, devorarían una gran bandeja de ostras en su primera cena carioca. Durante la comida expresaron sus primeras impresiones de sus nuevos vecinos, y coincidieron en ponderar a Vania, la encargada, mujer entrada en años, pero con una actitud de una chica de 20. También estuvieron de acuerdo en las virtudes físicas de Luana, que con algo más de treinta años tenía un cuerpo casi adolescente. Cada uno a su turno expresó alguna fantasía con la rubia que parecía haber huido intempestivamente de algún lado. De Tahina casi no hablaron, fundamentalmente porque su halo misterioso les infundía respeto.

Una semana después de que Luana se instalara en el camping de Recreio dos Bandeirantes, llegaron los argentinos. Eran cuatro muchachos de poco más de 20 años que viajaban por primera vez a Río. Era bastante poco habitual que turistas decidieran acampar allí, ya que era una zona poco promocionada para tal fin. El Río turístico demoraría todavía varios años en llegar.
Esa semana, Luana vivió prácticamente aislada. Telefoneó un par de veces a Duda y a sus padres, pero nada más. Apenas se relacionó con Vania, la encargada del camping, una mujer de unos 60 años que no le hizo demasiadas preguntas pero que tuvo para con ella una actitud de madre y amiga. Además de Vania, en el camping vivía Thaina, que hablaba lo mínimo indispensable y pasaba su tiempo rezando en una mínima habitación de madera y en la playa, dónde muchos atardeceres llevaba a cabo largos, misteriosos y solitarios rituales.
Los muchachos argentinos llegaron para quebrar la monotonía y –por qué no- la paz del lugar. El pequeño camping se llenó de gritos, sonidos de guitarras, risotadas y extrañas canciones en español. Al principio Luana y Vania los miraron con desconfianza. Thaina ni siquiera los registró. Pocas horas después los recién llegados eran como de la familia

Los miraba con una sonrisa divertida. Los chicos, que en poco más de medio día se habían hecho amigos de todos los que andaban por la zona, jugaban en la playa como criaturas, corriendo atrás de una pelota, saltando las olas, gritando, riéndose. La alegría de esos cuatro muchachos era contagiosa y Luana quería dejarse contagiar. Por lo demás, ya había notado como la miraban y no le disgustaba la idea de tener un contacto más cercano con alguno de ellos. Tenía 34 años pero sabía que estaba “muito gostosa”. Hija de padre alemán y madre mulata, tenía el cabello rubio, piel cobriza y ojos casi turquesa. Ni un gramo de grasa, pechos pequeños pero no tanto, una cintura perfecta y un culito que era su orgullo. Si, tenía el cuerpo de una adolescente que nunca pasaba desapercibido.
En determinado momento no pudo reprimir el impulso y se unió a ellos en un ridículo partido de fútbol. Un pelotazo le pegó en un muslo y se introdujo en el improvisado arco construido con un par de remeras. Salió corriendo, festejando exageradamente la conquista, y le dio un efusivo abrazo al Pato, que tras un instante de desconcierto, respondió con igual efusividad. Los otros tres se quedaron mirando. Estuvieron a punto de sumarse al “festejo”, pero enseguida notaron que la cosa iba más allá y resolvieron, cada uno por su parte, hacerse los que no se habían dado cuenta de nada. Al grito de “Bebetinha, bebetinha”, en clara alusión al goleador brasileño que brillaba por entonces en el Deportivo La Coruña, y aparentemente sin percatarse de que su paso se samba hacía que a los argentinos se les desorbitara la mirada y se les revolucionaran las hormonas, fue hacia el mar. El Sordo, el Gordo y Alambre miraron al Pato, que reaccionó inmediatamente, la abrazó y fue bailando al agua imitando su baile.

Fueron nada más que tres días. Los más intensos que Luana había vivido desde que se casó. Iba con los argentinos a todas partes. Hacía de guía y de madrastra, les cocinaba y cuidaba que no los estafaran. Y con Patricio hacía el amor cada vez que podía. Y podía muchas veces. Al principio se avergonzaba un poco y trataba de disimular, pero rápidamente entendió que eso iba a ser muy fugaz y no tenía sentido perder el tiempo tratando de cuidar las formas. Si había un momento en la vida en el que había que descontrolarse, era ese. Pronto aquello iba a ser nada más que un buen recuerdo y eso era algo que a Luana le estaba haciendo falta.

El Sordo acomodaba incesantemente el espejo retrovisor de la Traffic. Atrás, Gerardo se rascaba la cabeza y Gastón miraba reconcentrado un mapa. A unos cinco metros, el Pato y Luana estaban abrazados en silencio. Luana, sin poder reprimir las lágrimas, le dio un profundo beso y –entre sollozos- le dijo: “Voy a volver con mi marido, por ahora no me queda otra. Pero cuando haga el amor con él, voy a pensar en vos”. Sergio izo sonar la bocina, el Pato se separó bruscamente y se subió al vehículo. La imagen en el espejo de Luana sobre el asfalto fue achicándose hasta desaparecer. Ninguno de los cuatro habló hasta llegar a Santos.